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Yaga y sus escenarios procedurales demuestran que los algoritmos pueden ser difíciles de digerir

Se le atragantan
Por David Oña

Lo procedural se ha convertido en un distintivo, en algo parecido a una imagen de marca que acarrea determinados valores. Siendo más concretos, alude de forma directa a la variedad, vendiéndola  como una característica íntimamente ligada a la rejugabilidad, y por lo tanto a laVersus Evil durabilidad, lo que en última instancia se traduce en un mayor volumen de horas de entretenimiento. Pero claro, por mucho que losVersus Evil algoritmos hagan su magia, si no persigue una finalidad, si no hay objetivo, el ejercicio de lo procedimental carece de sentido. Lo malo es que encarrilar un videojuego por ese camino tiene unos costes creativos, y renunciar a la intencionalidad un proceso creativo artesanal en el diseño de escenarios no sale gratis.

 

El juego que nos ocupa, Yaga, tiene cosas interesantes, pero también varios problemas: el primero es su combate, aunque cuando llevas un rato jugando, puedes pasarlo por alto; el segundo es la implementación de su sistema de mala suerte (un intento de innovación que pintaba mejor sobre el papel); y el tercero son sus escenarios procedurales que, terminan siendo una losa demasiado pesada (precisamente, por no contar con ningún tipo de justificación).

 

 

De entrada, hay que dejar claro que hablamos de un título que podría enmarcarse (con todas las comillas del mundo) en el género de los ARPG. Yaga, es un videojuego indie desarrollado por Breadcrumbs Interactive, que previo paso por Switch, PS4 y Xbox One, llegó a Steam el pasado mes de enero. Su ficción, enmarcada en las tradiciones de la mitología eslava, nos pone a los mandos de Iván “el desafortunado”, un herrero perseguido por la mala suerte que por avatares del destino acaba a las órdenes del Tzar. El gobernante, que fue maldecido con la servidumbre de un lacayo perseguido por el mal fario, se ve obligado a acogerlo en su séquito, y para alejarlo lo máximo posible de la corte, lo envía a una misión, en apariencia, suicida. Al poco de emprender su viaje, Iván entra en contacto con la bruja Baba Yaga, la cual contará con un papel relevante a lo largo de la aventura.

 

El planteamiento inicial no es desalentador, el juego se presenta con una introducción en verso bastante lograda y propone un universo con cierto atractivo. La primera localización, la aldea en la que reside Iván, aunque no demasiado generosa en tamaño, cuenta con cierto encanto. Ahora bien, tras realizar un par de recados, salimos a campo abierto y ahí empiezan sus problemas. En primer lugar nos toparemos con un combate excesivamente simple, reduccionista hasta decir basta. Tras ese primer escollo, uno puede seguir jugando atraído por su sistema de mala suerte, su principal seña de identidad, pero es que esto tampoco termina de funcionar muy bien. En esencia, este sistema se traduce en una barra que se va llenando según la cantidad de objetos mágicos consumidos y determinadas elecciones en los diálogos. Su efecto se traduce en la pérdida de objetos o el deterioro del armamento en plena acción, con lo que nos podemos encontrar volviendo atrás cada cierto tiempo para recoger materiales extraviados o perdiendo un arma mejorada en mitad del combate por culpa del infortunio. Una idea interesante, pero no muy bien ejecutada, lo que deriva en que no existan tensiones reales que nos obliguen a jugar con este sistema de riesgo recompensa. Los incentivos por la magia no son determinantes, y el castigo por usarla acaba siendo más un escollo en la navegabilidad que otra cosa.

 

Yaga y sus escenarios procedurales demuestran que los algoritmos pueden ser difíciles de digerir

Al alejarse de la generación automática el juego muestra su mejor cara, sobre todo en lo estético

 

¿Y por qué? Pues precisamente porque navegar por sus escenarios acaba siendo repetitivo e insulso debido a su naturaleza procedural. Desde una especie de campamento inicial partiremos hacia el mundo exterior en busca (en primera instancia) de ese gran poder que debemos encontrar para el Tzar. Al combate (que ya va justito) y a la implementación del mentado sistema de mal fario, se les suma un diseño de mundo que confía sus cartas a los algoritmos ¿El resultado? Localizaciones sosas, repetitivas en lo estético y con una disposición de enemigos sin mucho sentido, lo que convierte la exploración en algo insulso y sin alma, que no aporta gran cosa al reto jugable y mucho menos a la ficción que propone. Todo ello con un desplazamiento que no brilla por su agilidad y con la necesidad de revisitar zonas.

 

Esta decisión, la de optar por la generación aleatoria de escenarios, en mi caso, ha terminado por pesar más que la parte positiva. Yaga es un videojuego que trabaja bien la progresión del personaje, que incluso realiza una interesante justificación de la misma mediante su ficción. A eso podemos añadirle la loable intención de sus innovaciones. Además, dentro de su origen humilde, está bien doblado y cuenta una historia curiosa, con cierto carisma. Pero su núcleo jugable (que ya de base es bastante simplón) queda lapidado por unos escenarios vacíos, sin propósito, que desaprovechan la oportunidad de contar algo más sobre su mitología y que, al renunciar a la artesanía, quedan reducidos a la reiteración de pasillos que unen arenas de combate. ¿Lo peor?, que no he sido incapaz de encontrar el motivo. No entiendo a qué se debe dicha elección creativa. Yaga no descansa sobre su combate, ni sobre una estructura de progresión a lo rogue-like. Lo hace sobre su historia y su sistema de mala suerte. Y ahí, soy incapaz de verle el encaje a sus mapeados.

 

Yaga y sus escenarios procedurales demuestran que los algoritmos pueden ser difíciles de digerir

Los escenarios auto generados resultan en una repetición constante de motivos, tonos y estructuras que acaba cansando

 

Con todo, Yaga termina pagando el precio del algoritmo, renunciando a cualquier atisbo de personalidad, enterrando el espíritu de la aventura en los momentos en los cuales se supone que estamos recorriendo su universo. Puede que esa decisión convierta un producto corto ( de apenas 6 horas) en un título rejugable, el problema es que, justamente esa decisión, colabora de forma determinante en la ausencia de motivos para revisitarlo.


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