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Quizá nos vendría bien dejar de vender la moto del videojuego

No hace crecer el pelo
Por David Oña

Alguna vez me han preguntado por qué juego a videojuegos. La pregunta, en principio inocente, no siempre es del todo inocua. Tras esa cuestión, en primer lugar, suele esconderse la idea de la capitalización del tiempo, y en segundo, la falacia de la productividad. En nuestra sociedad, la productividad legitima, y es normal que sea así. De ahí esa constante y patológica obsesión del medio por justificarse intentando explicarle al mundo, constantemente, los beneficios que un videojugador, o la comunidad, obtienen de este hobby. Facturaciones multimillonarias, liberación emocional, beneficios pedagógicos, sistemas de motivación, gamificación, etc. Resulta curioso que, empeñados como estamos en llamar a esto de los videojuegos “arte”, no cejamos en nuestro intento por justificar su valor a través de su utilidad.

 

Esa pregunta, y la inmensa mayoría de las respuestas (me incluyo), parten del menosprecio hacia el juego, como algo vinculado a la infancia y alejado de la visión seria y formal con la que debe afrontarse la edad adulta. Quizá por eso no abundan réplicas del tipo “juego a videojuegos porque me gusta jugar”.

 

Super Mario

La exaltación del videojuego es tan peligrosa como los ataques injustificados al medio, ambas posturas nos alejan de la realidad.

 

El antropólogo Steward Culin realizó a finales del siglo XIX, con sus estudios, un primer acercamiento a la idea del juego como parte de la cultura. Tras él, Roger Callois definió el juego como una actividad ficcional, impredecible e improductiva con reglas, límites de tiempo y espacio, y sin obligación, tal y como podemos leer en Libertad Dirigida (Navarro, 2016). Todas esas características nos acompañan en nuestro día a día. Desde pequeños nos entregamos a la ficción para interpretar los roles de nuestros referentes, nos movemos en entornos no predecibles al 100% y nos sometemos a límites de tiempo y de espacio en nuestro trabajo y en nuestro hogar. Todo ello, con cierto grado de imposición social, configura nuestro modo de vida. La no obligatoriedad del juego nos da la posibilidad de decidir si queremos someternos, o no, a las reglas de un sistema, únicamente por el placer de vivir esa experiencia. Desde la imitación infantil de los roles, hasta las diversiones propias de la edad adulta, jugamos hasta para emborracharnos (si así lo decidimos). El juego está presente en nuestra vida permanentemente.

 

¿Y qué quiero decir con esto? Pues que el juego, al igual que la narración, es universal. Que en el fondo, a todos nos gusta jugar. Nadie pregunta por qué se juega a la brisca, al igual que tampoco preguntamos por qué nos gusta jugar a pronosticar el desenlace de una película, o qué atractivo le vemos a interpretar el significado de una obra (otro tipo de juego) o por qué echamos una partida al Scattergories. No lo preguntamos porque ya lo sabemos, lo hacemos porque resulta divertido, la principal finalidad del juego es experimentar el propio juego, es jugar.

 

 

Jugamos a videojuegos porque nos apetece, porque nos divierte, porque nos permite experimentar reglas y sistemas diferentes al que nos rodea, a través de los cuales las narraciones, los duelos, las competiciones y los rompecabezas adquieren matices diferentes. Como videojugador me pasé mucho tiempo intentando justificar mi afición (y sé que no soy el único), por lo tanto, entiendo esas respuestas. Y también creo que todos sabemos de dónde proceden los complejos que las motivan. Pero si queremos comenzar a hablar de cultura, quizá nos vendría bien parar, y no intentar venderle el videojuego a todo aquel que nos pregunte por él, ya hay empresas que se dedican a eso. Una de ellas es SEGA, la cual, creo, ya daba una respuesta muy acertada con su eslogan para el anuncio televisivo de Dreamcast: “A todos nos gusta jugar, ¿por qué no jugamos juntos?”


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