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Five Nights at Freddy's: La caída

¿Qué acabó con FNAF?
Por Dayo

Five Nights at Freddy’s fue una de las sorpresas de 2014, con su particular giro al terror de la rama más let’s player y sus personajes con diseños tan acertados. También tenía una historia. Estaba ahí, por detrás, y tenías que fijarte para encontrarla, pero daba contexto a aquellos que quisieran añadir algo de sabor a la experiencia. Era muy simple, su integración muy diegética: si mirabas por ciertas cámaras de seguridad podías ver extractos de periódicos que hablaban sobre misteriosas desapariciones y eventos que daban a entender cómo, quizá, los animatronics podían estar poseídos por las almas de unos niños que fueron asesinados en el restaurante. Todo bien. Bueno, mal por el asesinato, pero todo bien por la simplicidad del contenido. De pronto el juego tomaba un nuevo cariz, un tono más siniestro, y esos chirridos estremecedores que anunciaban cada muerte sonaban peor cuando descubrías que eran el grito de un niño. Scott Cawthon supo hacerlo bien a la hora de subirse al carro del lore, pero entonces su juego fue un éxito. Los fans querían más.

 

Y todo lo que hacía grande al original se perdió.

 

El guión, que hasta entonces ocupaba un asiento trasero, tomó el del piloto. No tendría por qué ser algo malo; si vas a hacer una secuela, qué menos que añadir novedades, sacudir un poco tu fórmula. Sin embargo, fue un énfasis obsesionado con mantener el misterio, que buscaba nuevas formas de narrar sin saber muy bien por qué las escogía. La segunda parte abre con una imagen inquietante: una sala vacía vista desde la perspectiva de lo que parece ser uno de los animatronics. Sólo se oyen unos extraños sonidos. ¿Dónde estamos? ¿Qué ocurre? Es un buen comienzo, pero entonces empiezas a morir, y a morir, y llega un punto en que aparece un minijuego. En sí mismos no tienen nada malo, y de hecho no hacen un mal trabajo a la hora de mantener el misterio y mostrar lo suficiente como para que los jugadores sientan que están aprendiendo algo sobre la historia sin llegar a revelar demasiado. Pero entonces uno empieza a hacerse preguntas, como por qué estamos viendo esto, por qué tiene esta estética retro, por qué se presenta como un minijuego, por qué sólo lo vemos al morir. Qué tiene nada de esto que ver con la mecánica principal del juego, con un guardia de seguridad en el turno de noche de un restaurante. Es meter guión por meter, instigar al jugador a volver tras la muerte. “No te preocupes”, dice. “Te has asustado, pero aquí tienes una pista para que vuelvas con más ganas”. ¿Qué estamos aprendiendo realmente? ¿Qué de todo esto necesitábamos saber que no supiéramos de antemano?

 

 

 

La tercera parte lo llevó todo al límite más absurdo, forzando a pulsar azulejos de la pared o botones de una máquina que sólo podemos ver a través de la cámara. Sólo así podía accederse a los minijuegos, pero además no bastaba con desbloquearlos: había que romperlos si querías conseguir el verdadero final. Five Nights at Freddy’s ya no era esta experiencia sencilla y atmosférica; se había convertido en una caza de bugs y misterios retorcidos, una obra para complecionistas y canales como Game Theory, que recibieron con un muy comprensible abrazo todos los enigmas de Scott. Y sin embargo, ¿qué sentido tenía todo eso? ¿Para qué inventar tanto si no dices nada, por qué ocultar en lugares imposibles una revelación superficial? Y dirán que es por el misterio, pero yo me pregunto dónde deja eso a la inmersión física. ¿Qué persona cabal se pondría a apretar azulejos cuando está mirando un puñado de cámaras para evitar que un robot le asesine? ¿Cómo estamos girando la manivela del muñeco si no estamos en su habitación?

 

Este síntoma de incomprensión hacia qué lo había hecho tan especial se contagió a todo. Los personajes eran una víctima inevitable. La mirada de Chica a través de la ventana, cómo Bonnie observaba la cámara en la sala de disfraces eran suficientes para que uno se sintiera mal, indefenso. Eran la perfecta encarnación del valle inquietante, unas figuras pretendidamente adorables creadas a medias. Tenían la mirada perdida, se les veían las juntas de las articulaciones. Podías imaginártelos perfectamente en la pizzería de día y en tus peores pesadillas por la noche. Pero en Five Nights at Freddy’s 2 metieron las versiones de juguete, totalmente desprovistas de cualquier matiz aterrador. Se supone que las versiones antiguas, tan desfiguradas como estaban, mantenían ese toque, pero la filosofía que las guiaba era distinta. Pensaban igual que en Jurassic World: “Más dientes”. Esto es evidente sobre todo en la última entrega (o al menos espero que lo sea, por favor), en la que literalmente todos los animatronics tienen demasiados dientes, demasiadas juntas de metal, un diseño demasiado retorcido. Y es cierto que son alucinaciones de un chaval asustado, pero aún así, no hacía falta tirar a tanto y el primer juego ya lo mostraba. Hasta pequeños detalles, como los gritos, se perdían, y si bien en la segunda parte era un alarido que podía tener su qué (si uno se olvidaba de que la mayoría de animaciones no correspondían a ese sonido), en la cuarta rozaba el “bú” más soso imaginable.

 

 

 

Cawthon no cuadra con sus fallos: en el primer juego, los patrones de los animatronics eran hasta cierto punto predecibles, en el segundo había demasiados, en el tercero había que manejar demasiadas variables al mismo tiempo, y el giro del cuarto simplificaba el conjunto a cambio de subir la dificultad. Su terror también perdió fuelle, y la inmediatez y pureza del primero se diluyó. En Five Nights at Freddy’s 2 estaba la tensión de si la máscara funcionaría o no, de si las luces servían para algo, y su secuela era una catástrofe, una sucesión de jumpscares sin gracia ni propósito que acaban cansando. Eso sí, al César lo que es del César: el toque de ambientar la cuarta entrega en una casa y ver a una sombra doblar la esquina en cuanto echas un vistazo es uno realmente aterrador que remite a nuestros miedos más primarios, pero en cuanto pilles la dinámica y des un paso atrás todo eso parecerá poco más que un escondite inglés con factor espanto 50.

 

Al final, hay una palabra que define a Five Nights at Freddy’s y su caída: “Trillado”. No, dos, añadamos “manido”. “Redundante”, ahí van tres. Al principio la primera secuela debía llegar en 2015, pero en un año tuvimos tres entregas, a cada cual menos inspirada. En la segunda parte había animaciones que parecían hechas con prisas, sin ganas, y para Five Nights at Freddy’s 3 cualquier pretensión de esfuerzo había desaparecido. Scott Cawthon cogió algo especial, algo nuevo, y lo exprimió con fuerza hasta que no quedara ni sangre en el cadáver. Cuatro juegos en menos de 365 días. Ni siquiera las compañías que más críticas se llevan por su secuelitis aguda, esto es Electronic Arts, Activision y Ubisoft, llegan a semejantes límites. Y hemos tenido que ver semejante mala praxis venir del espacio indie. Si es que ya nada es sagrado en este mundo. Resulta irónico que algo así venga de un hombre como Scott Cawthon, cristiano practicante él. Al final del día Five Nights at Freddy’s, como juego, no ha perdido fuerza: el otro día lo jugué y siguió inquietándome como ya lo hiciera un año atrás, pero al mismo tiempo, como saga, encarna esa famosa frase de Harvey Dent en El Caballero Oscuro: “O mueres siendo un héroe, o vives lo suficiente como para verte convertido en el villano”.


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