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MGIndie | Don't Starve

¿Os comisteis todas las uvas?
Sábado 03 de Enero de 2015 por Diego Emegé

Don’t Starve es un simulador de supervivencia que se te mete debajo de la piel. Es como un deporte de resistencia, como correr o montar en bici, opaco, introspectivo y, llegado el momento, poderosamente adictivo. Al igual que esas ocupaciones atléticas, hay una curva de aprendizaje que viene desde dentro, porque la motivación para querer seguir dentro tiene que ser muy personal. La recompensa es algo intangible: uno puede progresar, mejorar, durar más, pero nada más. Para ese jugador que busca retarse a sí mismo y ponerse sus propias metas, el juego de Klei Entertainment es pura droga.

 

Don’t Starve nos pone en los zapatos de Wilson, un noble científico que se despierta en tierra salvaje, con la única e insolente recomendación de buscar comida antes de que caiga la noche. Es lo único que recibimos a modo de explicación, tanto como jugador como personaje. Lo siguiente a partir de aquí es cosa nuestra.

 

 

Unos cuantos pasos después, nos encontramos clicando aquí y allá por todo el escenario, recolectando algunos objetos y materias primas, que, cómo no, más adelante convertiremos en herramientas más sofisticadas, equipamiento de supervivencia y, cómo no, comida caliente. Cada día se divide en tres secciones: día, crepúsculo y noche. Como requisito indispensable para cada noche, necesitamos de luz. Esta es la primera gran lección del juego. En Don’t Starve oscuridad significa muerte, así de sencillo. También hay que lidiar con alimañas, bien evitándolas o bien encontrando el arma apropiada para acabar con ellas, buscar comida o cazar para encontrarla, y saciar nuestro apetito tener cuidado con los medidores de salud y estabilidad mental.

 

La creación de herramientas es una parte importantísima del juego. Al principio la cosa es simple: podemos crear herramientas con los materiales que nos da la naturaleza y aprovecharlas a su vez para encontrar otros materiales básicos, como piedra o madera. El sistema se expande exponencialmente comenzando por hierbajos y ramitas hasta llegar a dispositivos tecnológicamente avanzados hechos con mucha imaginación y… hierbajos y ramitas. El árbol de tecnologías tiene mucha sustancia y da pie a experimentar, según nuestras prioridades. Podemos jugar como un lobo solitario, moviendo nuestro campamento aquí y allá, investigando nuevas fórmulas y nuevos esquemas para crear herramientas y atacar o cazar todo lo que se mueve, o podemos centrarnos en la recolección y convertirnos en un señor de la tierra. Lo ideal es tener un pie en cada charca, pero  Don’t Starve nos permite encontrar nuestro propio camino.

 

 

El éxito del juego de Klei reside en lo intrincado de sus sistemas y cómo se equilibran. No solo hay que entender la tierra y el campo, sino que hay que aprender a interactuar con los animales y los monstruos a nuestro alrededor. Algunos son agresivos por naturaleza, pero sus cadáveres nos otorgan recursos muy útiles, como las arañas, que nos dan seda y glándulas arácnidas, necesarias para fabricar medicina. Otros son más complejos, y su ánimo depende de los ciclos de tiempo, como los beefalos y los cerdos antropomórficos, a quienes podemos contratar para hacernos de guardaespaldas con muy mala leche. Como todo en el juego, hay formas para sacar lo mejor de cada uno y formas de que nos jodan la existencia.

 

Hay una lógica interna muy simple que dicta la existencia en este mundo, y que solo se deja ver una vez que llevamos tiempo jugando: el mundo de Don’t Starve solo cobra sentido cuando empezamos a pillar los ritmos de su flora y fauna, pero hasta entonces el juego tiene una curva de aprendizaje elevada. No obstante, resulta muy interesante jugarlo ahora, después del boom de los juegos de supervivencia. Habiendo aguantado a imbéciles en las tierras de Rust, de haber sobrevivido al frío de The Long Dark o de haber vuelto a picar diamantes en Minecraft estas navidades, Don’t Starve no resulta ya tan complicado, pero sí misterioso. Klei se aseguró de que su juego no nos llevara de la mano en ningún momento, y lo único que puede salvarnos de morir por fallos de principiante es el sentido común, un poco de intuición y algo de paciencia.

 

 

Si hay algo con lo que Don’t Starve se blinda del olvido es con las constantes actualizaciones que ha ido recibiendo desde su concepción, y, sobre todo, gracias al hecho de que el juego tiene un sistema de experiencia por el cual merece la pena el acto de perseverancia para volver a jugarlo. Al ganar puntos, mejoramos nuestro personaje, efectivamente, pero yo me refiero a la experiencia vital de entender las mecánicas y cómo resolver los problemas que el juego nos propone. Es similar a lo que ocurre con Minecraft, quitándole la sensación de no tener ni pajolera idea de dónde, cómo o para qué se hacen ciertas cosas.

 

Con todo, Don’t Starve es una experiencia refrescante que nos mete de lleno en un mundo complejo y duro sin explicarnos nada. Para muchos puede ser difícil de entender al principio, pero poco a poco se explica con unas mecánicas de juego profundas y que nunca dejan de crecer. Probadlo. Os confundirá y os dejará perplejos al principio, pero luego os dejará aprender y os dará las herramientas para disfrutar de vuestras propias decisiones.


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