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Los Game Awards necesitan más premios y menos juegos

Los vicios de los VGA siguen presentes
Por Dayo

Decía Joaquín Sabina: “Asociado en sociedad con tales socios, se pueden imaginar”. Pues no. Los Game Awards prometían algo distinto al habitual espectáculo vacío que tanto necesita desaparecer. Su junta consultora incluía a Hideo Kojima, Valve o Rockstar, entre los miembros del jurado se encontraban Jeff Gertsman, Brandon Jones o Keith Stuart. Y, sin embargo, al final nos hemos encontrado con lo mismo de siempre, salvo que con otro nombre.

 

Los Game Awards abrieron como si finalmente tuviéramos la ceremonia que tanto esperábamos, con un tributo musical a Super Mario por parte del mismísimo Koji Kondo. Hubo momentos de auténtica celebración y tributo, de respeto y serenidad, como la rendición a la historia de Sierra o el número musical que repasaba algunas de las tonadillas clásicas del chiptune. El recinto parecía mucho más sereno, la estatuilla era una que se podía sostener y mirar con orgullo. Pero esta no era una gala de premios; fue un E3 disfrazado. Aquí va la primicia mundial de mi opinión.

 

No me opongo a que se creen espacios para mirar al frente y anunciar los juegos que se acercan. A mí también me gusta saber qué es lo que viene y conocer nuevos datos sobre los títulos que más me interesan, pero los Game Awards no pueden ser una ceremonia y, al mismo tiempo, una feria. El evento se alargó durante más de tres horas y no tuvieron tiempo de entregar los 16 premios en el escenario porque estaban demasiado ocupados lanzando “primicias mundiales”. Que sí, que vale, que la gente quiere nuevas imágenes de Bloodborne, quiere saber cómo va a ser el nuevo The Legend of Zelda, pero esta no puede ser “una noche para celebrar la excelencia en los videojuegos” si no das prioridad a esa misma celebración. Incluso cuando se dejaba un espacio para hablar, como ocurría por ejemplo a cada mención de un nominado a mejor videojuego del año, se hacía en términos publicitarios y no artísticos. Escuchando al narrador hablar de Dark Souls II o Dragon Age: Inquisition tenía la impresión de ver un anuncio o leer la contraportada del videojuego, pero no parecía una rendición a sus virtudes. En los Oscar, y acudo a esta referencia porque es el premio que buscamos con este tipo de ceremonias, cuando dedican un momento a los nominados a mejor película ves a gente hablar sobre emociones, sobre sus temas, el tipo de historia que cuentan. Ocurre lo mismo cada vez que alguien sale a hablar al escenario. Reggie Fils-Aime lanza la pregunta al principio del evento: “¿Qué viene para el futuro de Nintendo?” Da igual. Como decía el Profesor Oak, “este no es el momento para usar eso”. No hay que mirar hacia el mañana, hay que celebrar el presente.

 

 

Los Game Awards han sido dolorosos de ver porque la posibilidad está ahí. Hay que cambiar las categorías para que los premios signifiquen algo. Honrar al desarrollador, a la mejor historia, modo online o mejor interpretación son buenas bases, pero limitar los juegos a un género o, peor aún, diferenciar entre obras de sobremesa y portátiles, es poner barreras arbitrarias y otra señal de que aquí, más que recompensar y mostrar respeto hacia la creación interactiva, se está haciendo una lista de la compra camuflada. Las presencias de Tim Schafer o incluso Boogie2988 son buenas señales de que la propia gente del mundillo se involucra, pero luego sale alguien de Imagine Dragons o ponen a Conan O’Brien presentando la categoría de mejor videojuego sin ningún interés y todo se viene abajo. La gran ironía es que una de las mejores apariciones fue la de Kiefer Sutherland, que habló sobre la grandeza del medio sin pretensiones publicitarias y expresó cómo él quería formar parte del futuro, cómo se había visto empujado a aparecer en un videojuego. Son momentos como ese o el discurso de agradecimiento de TotalBiscuit, dedicado a un joven que combatía contra una enfermedad terminal, los que hay que potenciar. Si los Game Awards quieren ser una feria que presente videojuegos entonces sea así, pero que no intenten engañarnos como si esta fuera una ceremonia. Algunos premios muy importantes que podrían haber puesto juegos prometedores en primer plano frente a millones de personas, como por ejemplo el de juegos para el cambio, se entregaron en un breve intercambio sin apenas tiempo.

 

Quizá el problema sea Geoff Keighley. No tengo nada personal contra ese hombre, pero hace mucho tiempo dejó de ser un periodista y ahora interpreta el papel de publicista universal. Cada aparición suya estaba contextualizada desde lo comercial, él organizó a toda esta gente y puso dinero de su bolsillo para darles una plataforma publicitaria. No sé si es consciente de que está haciendo un parco favor al medio con este evento. Quizá piense que realmente es una ceremonia noble y digna. Desde luego se ha avanzado desde los VGAs y ya no hay apariciones innobles o momentos de bajeza (con una breve y horrenda excepción), pero esas pretensiones de espectáculo por encima del glamour siguen ahí. En una escena de El Viaje de Chihiro, la titular protagonista se ve encomendada con la tarea de atender a un espíritu pestilente que lo pudre todo a su paso. Con mucho esfuerzo ella consigue purificarlo y, de entre la mugre, aparece un hermoso dragón blanco. Los Game Awards pueden convertirse en los Oscar que los videojuegos necesitan; las bases están ahí. Pero ahora mismo son como ese espíritu putrefacto. Tim Schafer nos dio su palabra:  “Los Game Awards son diferentes”, pero aún queda mucho por recorrer. Hablando en plata, hay mucha mierda en medio. Sólo espero que haya algún Chihiro dispuesto a purificarlo.


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