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Detroit: Become Human, entre el violinismo más rancio y las buenas ideas

Quantic Dream no sabe hablar de amor
Por Adrián Suárez Mouriño

Detroit: Become Human deja en pañales a Beyond: Two Souls y se iguala a Heavy Rain, solo que sabe recoger lo aprendido en ambos y en Fahrenheit para convertirse en un producto más interesante y mejor rematado. El título plantea un trasfondo muy atractivo, añade decisiones como parte de los QTE en una persecución y nos ofrece una pareja para el recuerdo, la del androide Connor y Hank, su compañero humano borrachuzas.

 

Personalmente, creo que este es el mejor juego de Quantic Dream, pero el estudio sigue arrastrando algo que cada vez me cuesta más digerir: el violinismo cutre. Este término no es mío, es propiedad de Víctor Navarro-Remesal y emplado con frecuencia en ‘La Inercia Recomienda’, podcast en el que participa y que os recomiendo. El violinismo se refiere a la mostración de sentimientos humanos de una manera excesivamente afectada, tanto que parecen líneas de teatro mal escritas con un tipo tocando el violín de fondo. Como en Crepúsculo pero peor.

 

Y es que Detroit: Become Human se mueve entre una historia general bien planteada pero fatal resuelta en la pequeña escala, en las charlas entre humanos. El juego aborda cuestiones como la libertad, los problemas con papi y los ‘nunca me has querido’, y no sabe hacerlo con elegancia. Cae en líneas de texto absurdas, propias de una película de Antena 3 de media tarde o de escritor amateur.

 

Este es el mismo problema que ya vimos en las anteriores obras del estudio galo, uno que es también común en el cine comercial de la Marvel. Metiéndonos ahora con el MCU, diré que adoro todas las películas de esta factoria, pero no soporto lo mal escritas que están las relaciones amorosas y afectivas de los personajes. Todos tienen problemas con papá y lo exteriorizan todos de la misma manera, todos reaccionan igual cuando matan a un ser querido: un grito, un puñetazo y una venganza pocha que acaba pasándoles factura. Existe algo así como una especie de conducta preestablecida que ha de ser seguida a pies juntillas, una que empapa a Infinity War y también a Detroit: Become Human.

 

 

Lo malo de pasar cada dos por tres por estos lugares comunes emocionales es que hacen que un videojuego que pretende ser especial se vuelva tópico, común y vulgar. La historia de la androide Kara o de Markus son buenas, pero los guiones y las charlas que las montan abusan del violinismo más común. Sin embargo, cuando nos metemos en la piel sintética de Connor, del androide investigador, la cosa cambia, porque este no sabe de afecto, solo de cumplir con su deber y de convencer a su compañero humano de que se ha de ser profesional. Con Connor, Detroit: Become Human es de sobresaliente, decayendo mucho, por pura falta de inspiración, con los otros dos.

 

Sigo jugando a Detroit: Become Human, me está gustando, pero ojalá que Quantic Dream se dé cuenta de cuál es el problema de sus producciones y que decidan contratar a alguien mejor para los textos. Si los humanos somos únicos gracias a nuestras emociones, no todos tendrían que comportarse igual. No somos androides.


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