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Desmontar el videojuego a sus elementos más básicos es peligroso para la industria y el propio videojugador

El peligro de la simplificación
Por Rafa del Río

Decía Enrique Jardiel Poncela, dramaturgo y escritor español que hasta hizo sus pinitos por Hollywood, que hay dos formas de ser feliz en este mundo: una es hacerse el idiota, y la otra, serlo. No sé hasta qué punto sería suya la frase o no, ya sabemos cómo funciona esto, pero habrá que darle crédito al buen señor, aunque sólo sea por introducir el teatro del absurdo y el humor inteligente en un país que, a día de hoy, parece haberlo olvidado hace mucho. 

 

El caso es que el cachondo de Poncela lo tenía claro, o eso dicen, y no andaba descaminado. La relación entre la inteligencia y la infelicidad parecen ir de la mano de esa imagen clásica del idiota feliz o de esa otra máxima, aquí no me la juego a adivinar al autor, que dice eso de 'ojos que no ven, corazón que no siente'. Un magnífico refrán prostituido a manos de quienes lo aprovechan para echar una canita al aire pero que guarda una gran verdad: a veces el desconocimiento es el mejor pijama para aquellos que desean dormir tranquilos. O comer tranquilos sin saber qué horrible verdad se oculta tras la palabra 'criadillas'.

 

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El existencialismo en los videojuegos

Me he cascado esta intro un poco gafapasta para hablar de algo que es importante, o lo es al menos para mí desde hace ya muchos años: escapar de la visión pseudo-existencialista del videojuego, de ese enfoque que pretende reducirlo a sus actos obviando esencia, espíritu y objetivos. Algo que me da especial miedo porque, una vez empiezas a resumir el mundo desde este prisma, la magia desaparece, Campanilla muere y Hook termina en el asilo, intentando escaparse por las noches para beber vino con las camareras de la whiskería de la esquina. 

 

La reducción del videojuego a lo constatable, obviando lo que lo rodea, es peligrosa, una forma desleal de juzgar el trabajo de todo un equipo. Tal vez por eso el otro día, durante el podcast, saltaba cuando Julián me preguntaba si Fallout 76 era algo más que disparar, rapiñar y construir. No por la duda perfectamente lógica y bien argumentada de mi compañero, sino por este miedo a la simplificación de un videojuego a sus mecánicas. Una simplificación que, como decía antes, me aterra porque se basta por sí sola para destruir toda la magia de la obra resumiéndola a sus hechos más básicos. Una simplificación de la que ningún videojuego puede salir airoso, y que al final puede terminar por reducir nuestra afición al más absoluto de los minimalismos: Sentarnos, pulsar botones, morir.  

 

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Los grandes videojuegos necesitan que nos impliquemos

Ojo, no digo en ningún momento que no se pueda aplicar un enfoque levemente existencialista, ni que haya que evitar mirar con lupa las mecánicas para ver si funcionan o no. ¿Qué ofrece un juego? ¿Cómo lo ofrece? y ¿Qué hace para que sea divertido? Deberían ser las tres preguntas fundamentales para todo analista del medio. Sin embargo, esto debe responderse siempre desde el punto de vista de la propia obra, del jugador que lo experimenta a todos los niveles de experimentación, y no desde las manos de la persona que está a los mandos y las acciones que realiza sus botones. 

 

Tal vez sea porque cuando empecé en esto de los videojuegos había que echarle mucho valor al tema para creerte que ese puñetero cuadradito que veías en pantalla era una nave espacial de último modelo disparando rayos lásers, pero siempre he tenido claro que los mejores videojuegos son los que exigen una implicación del videojugador -prefiero 'jugar con el juego' que 'jugar al juego'- y que esto entronca directamente con la esencia del mismo, que no puede apartarse de un plumazo cuando se trata de analizarlo. 

 

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Hace falta que el videojugador ponga de su parte para que olvide estar pulsando botones y crea estar jugando un Barca-Madrid en FIFA 19, estar asaltando un tren en Red Dead Redemption 2, re-colonizando West Virginia en Fallout 76 o capturando mascotas salvajes con las que participar en torneos por toda la región de Kanto en Pokémon Let's Go. Un esfuerzo que siempre será mejor o peor según el videojuego y el videojugador, pero que no deja de venir de la mano del videojuego como concepto y de cualquier otra forma de arte del ser humano que requiere esa metafísica humana en quien la disfruta para ser más, en esencia, que 'colorines en una tela' o 'señores gordos cantando'. 

 

Resumir todo a disparar y esquivar, o dar patadas y parar el balón, o acelerar y frenar, es posible, pero corremos el riesgo de no quedarnos ahí y seguir, de reducir todo a lo más básico y descubrir que vivir no es más que tomar aire, abrir los ojos, llorar, expulsar aire y volver a repetir hasta la muerte con alguna buena comida con su correspondiente visita al baño de por medio. Así que me perdonaréis si me asustan estas formas de ver los videojuegos, y más cuando sólo son oportunas según el caso. Me gustan los videojuegos porque por un momento me hacen ser Spider-Man, Arthur Morgan, Cristiano Ronaldo, Lara croft o Hello Kitty. Y creedme, tengo que poner un montón de mi parte para creer que soy Hello Kitty. ¡Nos leemos!


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