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[Análisis expandido] Dying Light

Los límites de la pretensión
Por Dayo

Este texto es una expansión del análisis de Dying Light

 

“No hay nada tan terrible como una película pretenciosa. Es decir, una película que aspira a conseguir algo realmente increíble y no lo logra es mierda, es basura, y todo el mundo la tratará como tal […] Todo lo que sé es que voy a ver esta película. Y para mí tiene que tener algunas respuestas. Y con respuestas no me refiero a sólo una frase, tienen que ser respuestas en como 47 niveles distintos”. La cita de Coppola en Hearts of Darkness: A Filmmakers’ Apocalypse resuena en mi cabeza cuando pienso en Dying Light y cómo, contra todo pronóstico, resulta ser uno de los videojuegos más pretenciosos que recuerdo haber visto jamás. Nadie pensaría algo así a primera vista: este es un título que se vendió como una obra mecánica, la posibilidad de disfrutar brincando en medio de un apocalipsis zombie. Pero aquí estamos, con un videojuego que a veces intenta ser humano, a veces intenta ser Bioshock y nunca consigue ser nada.

 

En un momento de la historia el jefe del grupo que podríamos definir como la resistencia tiene una crisis existencial y confiesa que antes de que la sociedad cayese él era un instructor de parkour y había viajado a Harran para intentar huir de una vida de miseria y las cuatro paredes de su minúsculo apartamento. Dura poco, pero por un instante estamos tratando con una persona, alguien con propósito y voluntad propia. El resto del juego, sin embargo, es un mal intento de emular la estética de Far Cry 3 y un desfile de tipos guays que viven en el momento y para solucionar el problema de turno o, al menos, intentarlo malamente y así darte una excusa para que tengas que hacer una misión. Hay un grupo de mercenarios, todos ellos hombres musculosos que se ocultan bajo una máscara, y el villano principal era un político, pero no hay el más mínimo esfuerzo en contextualizar quiénes son ni por qué están así. Simplemente ocurre: Far Cry tenía a Vaas, ellos tienen a Rais.

 

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Él es el mayor problema de lo que podría definir como “guión”. Desde su introducción se presenta como un psicópata cuasicarismático y con aspiraciones de grandeza. Tras servir para él por motivos que chocan frontalmente con el protagonista y en retrospectiva le pintan como un hipócrita sin criterio, Rais decide soltar un discurso sobre si eres un hombre o un esclavo y si eres dueño de tu destino. A partir de ahí nunca se calla. El guionista ha encontrado su punto: el villano va a cuestionar al protagonista y ser el centro filosófico del juego. No es como que lo hayan hecho un millón de veces. Cada vez que Rais aparece y decide abrir su boca para intentar sacudirme la cabeza no paro de pensar que a nivel diegético él es un sociópata creído y en realidad está diciendo tonterías, igual que la Margaret Thatcher senil de La Dama de Hierro, obsesionada por decir frases inspiradoras a un público que no las pide ni escucha. Pero creo que sólo soy yo: la presencia de Rais y sus sempiternos discursos, su inagotable insistencia, parece señalar que en efecto había alguien que pensaba que esto era una grandísima idea. Y eso es un problema.

 

Bioshock funcionaba porque planteaba abiertamente sus temas: desde la base, Rapture era una ciudad construida para que cada persona fuese una nación, y cada uno de los personajes que nos encontrábamos era una expresión de hacia dónde había llevado esta filosofía al exacerbarse. Artistas maníacos que asesinan para hacer arte, cirujanos desquiciados que violan la figura humana en busca de nuevos estándares de violencia… Todo en el juego era coherente. Harran, sin embargo, es una ciudad muerta (loles) cuyos habitantes simplemente quieren sobrevivir. El protagonista cuestiona su servicio hacia el SAI, pero en lugar de hacerlo para hablar sobre la rebelión contra las figuras de poder se ve como una clásica reacción de protagonista en una obra de acción y, en contexto, una muestra de guión mal escrito. Dying Light no trata sobre cómo cada cual nos construimos nuestra historia porque el juego en ningún momento refuerza esos temas: son sólo excusas para fingir que se está diciendo algo, frases que rellenen las cinemáticas que conectan misión y misión. Como jugador se va de un lado a otro, a otro, a otro, y lo único que se ve es muerte y gente que envía nuevos recados porque ellos no son capaces de servir adecuadamente a otra gente.

 

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Algo parecido ocurre con su tratamiento de lo humano, esos breves momentos de realización en que vemos que antes del apocalipsis estos personajes eran personas. Acabo de responder el por qué: son “breves momentos”, dos minutos ocultos entre horas y horas de recados y asesinatos a hachazo limpio. Los personajes están más interesados en salvar la situación que en hablar sobre qué sienten, cómo se encuentran. Termina una tarea y empieza la siguiente. No hay momentos de pausa, de descubrir quiénes son estas personas. Están todos obsesionados por decirte qué hacer.

 

Los intentos de Dying Light por ser trascendente me frustran sobremanera, no sólo por el catastrófico resultado sino porque desearía tanto que hubiera salido bien. El zombie moderno nació como vehículo para hablar sobre la humanidad y sus defectos, el cómo somos nuestros peores enemigos. Las buenas obras de zombies ponen los no muertos como excusa para explorar estructuras sociales o conflictos interpersonales. Dying Light parece aspirar a ello, pero no es capaz de ser coherente para lograrlo. Se deja llevar por las necesidades de su diseño de misiones. Los puntos en que los personajes se detienen y hablan parecen momentos de lucidez súbita, de ver una brecha en el sistema para intentar contar algo, pero no bastan. Si quieres escalar más alto vas a tener que hacer un esfuerzo adicional, pero los aspavientos de este juego sólo consiguen ponerme nervioso. Y Rais no se calla jamás y se cree tan listo. Por qué no te callas.


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