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Abandonar el videojuego

Y no coger jamás un mando
Por Jaume Esteve Gutiérrez

A todos los que escribimos aquí nos encanta esto del videojuego pero, admítelo, ¿nunca te has planteado mandarlo todo al garete? ¿Cerrar el chiringuito, deshacerte de tu colección de juegos y máquinas y dedicar tu ocio, que sé yo, a la petanca?

 

Aunque puede parecer que no la haya, hay vida más allá del dashboard de la consola de turno. Os puedo contar mi caso, que es un buen ejemplo de cómo se puede vivir al margen de novedades, logros y esa obsesión por estar a la última y pasarse todos los grandes bombazos del año.

 

Hace no mucho, hablando con el antiguo jefazo de ERBE, Paco Pastor, este me contó que entre los 15 y los 30 años se produce un bajón espectacular en el consumo de videojuegos entre hombres. La causa, en pocas palabras, se debía a la mala vida: "A los quince años comienzas a salir y cambias tus prioridades por el ocio y las chicas. A los treinta, cuando ya te has estabilizado, vuelves a jugar".

 

Jóvenes de botellón dejando de lado el videojuego

Que levante la mano el que no haya cambiado esta estampa por unas partidas al FIFA

 

Debo admitir que mi caso tuvo algo que ver con la explicación de Pastor (y con varios viajes al extranjero entre estudios y aventuras personales) y con la dificultad que supone para un mayor de edad hacerse con una consola de 400 pavos. Entre la ausencia de ingresos regulares, las nuevas prioridades y la falta de subvenciones paternas —a ver quién era el guapo que engañaba a sus padres a que se gastaran semejante dineral— me vi abocado a una separación del videojuego que, todo sea dicho, no fue excesivamente dolorosa.

 

Viví tranquilamente de 2001 a 2005 alejado del medio salvo alguna honrosa excepción jugada gracias a mi PC (principalmente GTA 3) hasta que a mediados de la década me pico de nuevo el gusanillo. Lo recuerdo poderosamente por dos motivos, la batalla portátil entre Sony y Nintendo y el anuncio de Wii y la nueva generación, que me llamó la atención por su nueva aproximación al medio.

 

Si bien mis dotes de adivino no sirvieron para nada (daba por hecho que PSP lo petaría y que Wii marcaría el futuro del videojuego) si me volvieron a atraer hacía el videojuego: por primera vez la industria se salía del sota-caballo-rey en el que había vivido instalada durante tantos años. Es más, las visitas a las webs de información y a las tiendas de ocio estaban plagadas de descubrimientos de títulos que ni siquiera sabía que existían. ¿Qué diablos sería aquel Oblivion del que tanto se hablaba?

 

A partir de ese hiato, los hechos se han sucedido demasiado rápido. Me hice con una PSP, me desencanté hasta descubrir la DSi, pasé del asombro de Wii al matrimonio furtivo con mi Xbox 360 y las aventuras con mi PS3 y en la actualidad no faltan una 3DS o una Vita en mis desplazamientos. He vuelto a la casilla de salida.

 

Pero hubo un hecho que aprendí de aquel parón y que, de vez en cuando, me repito a mi mismo como un mantra aunque luego no sea muy capaz de ponerlo en práctica: pocos, realmente pocos, son los juegos de una generación que merecen la pena. Miremos la monstruosa producción de la anterior generación y pensemos en cuantos juegos podríamos jugar hoy y que nos dejarían con la boca abierta. Afortunada, o desafortunadamente, he tenido que ponerme al día con los juegos esenciales de la anterior generación y la conclusión, de todas, todas, es inevitable: alejarte del videojuego te enseña a vivirlo de manera más relajada.


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