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Everybody's Gone to the Rapture, diégesis y walking simulators

Pequeños fallos con importancia
Por Dayo

No queda nadie. Todos se han ido. Pero heme aquí, en la carretera que lleva a Yaughton, frente a una radio enunciando una retahíla de números. No sé quién soy, menos aún por qué estoy aquí, pero si me acerco a pulsar su botón, la radio deja la secuencia numérica y la sustituye por una grabación, anotaciones crípticas de lo que parece un apocalipsis en proceso. De camino a la primera casa hay una cabina telefónica, de esas rojas tan características de Gran Bretaña, que comunica en un tono demasiado alto para lo que debería poder escuchar. Pero de nuevo, resulta que si me acerco y lo descuelgo, oigo fragmentos de conversaciones, también crípticas, así que lo hago. No podría estar en una situación más extraña, más inverosímil, pero por algún motivo no me he parado a pensar en lo conveniente que es todo esto, oír a través de los cristales de la cabina cerrada a pesar de que esté a metros de distancia, que cada una de esas radios tenga un mensaje nuevo pero que nunca ninguno de ellos me lo cuente todo.

 

Everybody’s Gone to the Rapture es un lío postmoderno.

 

Sin amarlo precisamente, admiré lo que Dan Pinchbeck hizo con Dear Esther: si la intención es empujar el medio de los videojuegos y destruir convenciones, yo me a punto a un bombardeo, y aquella obra contemplativa llegó como un mazazo en un momento en que la escena indie empezaba a mostrar que sabía hacer más que buenos juegos. Podía hacer Obras Importantes®. Quizá por inercia, quizá porque soy un hipster maloliente, pero cuando supe que Everybody’s Gone to the Rapture existía me sentí atraído y no podía esperar a echarle el guante. No he jugado a Amnesia: A Machine for Pigs, principalmente porque soy un cobarde, pero aún así ese videojuego parecía tener algo que decir, aspiraba a ser uno de esos ejemplos que se utilizan en los debates de “los videojuegos son arte”. Quería llegar a la gente, y no quería hacerlo por los medios convencionales. Y luego cuando supe que KillScreen lo consideraba un triunfo y que tantos otros estaban hablando en buenos términos del juego y de lo que The Chinese Room hacía, no podía contenerme más. Así que lo compré y lo jugué y lo completé ese mismo día.

 

Rapture2

 

Es inevitable sacar a coladero la mala fama del walking simulator al hablar de Everybody’s Gone to the Rapture; algunos lo llevan un paso más allá al recordar al mundo que Pinchbeck habló sobre apropiar el término, reconvertirlo y aceptar sus cualidades tan criticadas para sacar algo hermoso de ahí. Hay arrogancia en esa intención, pero también es cierto que muchos desdeñaron Dear Esther porque se alejaba de la tradición, así que podría pensar que Pinchbeck sólo quería abrir unos cuantos ojos. Y sin embargo, Everybody’s Gone to the Rapture sólo consigue fomentar algunos de los peores puntos de su género, mostrando y demostrando que el walking simulator tiene un ciclo de obsolescencia que se mueve a toda velocidad. “Dear Esther ocurrió hace eones”, dijo Jim Sterling en su vídeo al respecto, y en realidad no es así, fue hace sólo tres años, pero en esa frase está oculto ese sentido de que en ese terreno las innovaciones se vuelven viejas en el momento que ocurren.

 

Algo de contexto: en mi humilde opinión, las mecánicas y sistemas de juego son vehículos para expresar una historia o una emoción, igual que los planos y el montaje, las figuras literarias o la cara de un actor. En Dear Esther tenía sentido que sólo pudiésemos caminar y que de vez en cuando se nos viniese a la cabeza una parrafada de poesía sobrecargada: al fin y al cabo éramos un hombre solitario, vagando por una isla en busca de la redención y luchando contra sus propias emociones. Tenía los ritmos y formas de una película escandinava, y caminar servía para reforzar ese tono. Era minimalista porque lo pedía, no porque lo quisiera, y poder saltar, poder encender la linterna cuando quisiéramos, tener alucinaciones que nos llevaran al pasado, todo eso habría ido en contra de esta idea meditativa. Everybody’s Gone to the Rapture está atascada en esa mentalidad, y ese es precisamente su problema: que no es una obra escandinava. Aquí estamos, tarde al apocalypsis y nuestra única compañía es una bola de luz y unas grabaciones convenientes ¿y por qué esa bola de luz sólo nos muestra fragmentos de la historia? ¿Por qué a veces tenemos que sintonizar con la energía de la bola de luz para ver qué ha pasado y otras simplemente vemos cómo todo ocurre a nuestro alrededor? ¿Qué sentido tiene que en un teléfono se haya grabado la mitad de una conversación que estaba ocurriendo a medio kilómetro de ahí, que ni siquiera pasó por esa cabina?

 

“Estás dándole demasiadas vueltas”, diréis. Trabajar con la diégesis de los videojuegos puede ser difícil, desde luego. Llevamos doblepensando toda nuestra vida: nadie se pregunta por qué el mundo de Super Mario Bros funciona así ni qué relación hay entre matar a 25 soldados de un tiro a la cabeza y desbloquear una mirilla láser. Pero Everybody’s Gone to the Rapture no es una obra convencional ni quiere serlo. De hecho está creada por un autor poco convencional que rechaza la tradición del videojuego y salió del teatro vanguardista. Lo último que podemos hacer es medirla bajo el mismo rasero que a World of Warcraft. Sería una ofensa para nosotros, para él y para Blizzard. La obra de The Chinese Room no tira de eufemismos: lo que ves es lo que hay. Igual que en Dear Esther, lo que quiere es situarte en su universo para que lo explores como lo harían sus personajes. Se supone que tengo que ver un pueblo inglés en el que la calma apacible contrasta con el horror de saber que toda esa gente ha muerto, no siempre de buena manera, pero lo único en lo que puedo pensar es que estoy en un parque de atracciones, en una casa del terror al aire libre donde hay una serie de actores esperando a que yo pase para montar su numerito y luego irse. Y supongo que tengo que aplaudir después.

 

Rapture

 

Lo entiendo, de veras. O al menos lo intento. Entiendo que parte del mensaje del juego es la marca que dejamos en el mundo y que la información nos sobrevive y que quizá eso signifique que no muramos siempre y cuando permanezcan nuestras palabras. Es una obra sobre la conexión y la incomprensión y lo críptico es necesario para ir montando estas historias comprender los eventos, no desde nuestra perspectiva, sino desde la de aquél que ha venido desde más allá. Pero me resulta todo demasiado conveniente, el que esa bola de luz esté pensando sólo en mí, que casualmente haya estos reductos de energía aquí pero no allí y que la información en esas radios que seguramente se hayan quedado sin pilas hace semanas sea justo la que necesito oír para que sienta que estoy en el tercer acto. Jim Sterling dice que los walking simulator, para que funcionen, tienen que involucrarte en su historia y hacer más que soltarte en una zona llena de cosas a investigar. Un buen walking simulator tiene que saber convencerte de su mentira, de que en realidad es un videojuego. Tiene que meterte en su universo y vendértelo. Y luego tiene que contarte una buena historia. Por eso he dejado The Talos Principle a medias, porque me parece extraño tener que hacer todos estos puzles al mismo tiempo que hablo de filosofía con una CPU. The Vanishing of Ethan Carter sería imperfecto, pero al menos te dejaba en paz para explorar. Su mundo existía independientemente de tu presencia y sus pistas casi parecían querer mantenerse ocultas. Podías llegar al final y descubrir que te habías perdido la mitad de las claves. La gracia de Gone Home, probablemente la mejor obra del género, era que todo tenía sentido dentro de su universo: Kaitlin era una metomentodo y estaba mirando los papeles tirados de una casa en mudanzas. Eran los años 90, la gente se dejaba por ahí las cartas y tiraba notas importantes a la basura sin romper el papel. Te lo creías, se sentía como una casa real, y tú como jugador seguías el hilo de ese universo. Pero Everybody’s Gone to the Rapture te recuerda cada pocos segundos que es un videojuego. La bola de luz tiene sentido, está ahí por algún motivo, pero el resto del tiempo estoy desbloqueando contenido, mirando modelos repetidos que se han repartido en distintos puntos de control. Estoy pasando junto a las mismas radios rojas y las mismas cabinas que suenan tan, tan alto y puedo escuchar aunque el teléfono no esté descolgado. A cada paso que doy hay una pregunta que no se mueve de mi cabeza: “¿Esta es la mejor forma de contar semejante historia?” ¿De verdad Pinchbeck no supo pensar en nada mejor que este conjunto de desbloqueables que llevan a un clímax y luego te dan otro personaje para que repitas el mismo proceso?

 

Cuando Tale of Tales anunció su cierre, hablé sobre la sensación de que la compañía no había sabido estar a la altura de sus propios alumnos. Mostraron una forma totalmente nueva de hacer videojuegos, pero una vez que la gente empezó a trabajar sobre sus bases, ellos no supieron mantener el ritmo y evolucionar. Siento algo parecido con Everybody’s Gone to the Rapture. De hecho Dear Esther me parece más avanzado en comparación. Aunque supongo que, si estás acostumbrado de toda la vida a aceptar que puedes recibir un disparo en la cabeza y recuperarte sentándote en una esquina a esperar que la mancha roja en tu vista desaparezca, una alucinación teatrera no parece tan surreal. Quizá sea que estamos tan hartos de manchas rojas que esto, en comparación, sea un prodigio.

 

Pero tanto la idea como el resultado son tristes.


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